domingo, 3 de noviembre de 2013

POEMAS DE JEFFERSON MEJÍA.



Certeza del suicida

Todo ha sido demasiado.
todo nada es, o algo nunca fue hallado.
Mi solo deseo fue.
La ausencia más pura ha sido:
Para mi, en mi.

La ausencia de una ausencia no es otra ausencia.
Es el dolor sin nombre, sin rostro, íntimo y satánico.
Un arrancarse las lágrimas con: por qué y hasta cuando.
El observarse las venas sin inmutarse más.
El baile de la locura al atardecer de los cuchillos.
Beber de las bocas y de las botellas, desesperadamente
(pues se es enfermo de sed como el agua, como las rocas)
-El que soy, entre agua como entre rocas, se muere de sed-

Hablo de la creación y de la imposición,
de la confrontación, la desmitificación,
la justa desesperación y la necesaria autodestrucción
por y de la vida.
Esto es la vida, una orfandad, una herencia,
una herida ( pues todos estamos heridos)
un juguete infantil, un pájaro que cruza la lluvia.
Todo aquello que queramos creer y también todo lo contrario.

Si me lamento tengo derecho a hacerlo.
La muerte agota las alternativas como a la esperanza
y mi herida central, abierta de desesperanza me ha expulsado.
Para mi, en mi.

Certeza de dudas, eso y muerte, es lo único que poseemos;
en las venas, en los ojos, en el temblar de las palabras
lo ridículo de los cuerpos y lo idiota de la voz.



Dormiremos solos

Dormimos solos la mayor parte de nuestras vidas.
Dormiremos solos toda la muerte.

Aunque la infancia sea alivio
y si encontramos alguien -ese alguien-
Y compartimos un lecho, nuestro lecho a muerte
el de la muerte.

No importa que se haga o que se diga:
despertar y almorzar juntos,
discutir sobre política o religión,
encontrar la respuesta para la paz mundial
en la conversación banal de cada tarde.
Olvidarlo todo y empezar de nuevo.

Al final de la jornada, en las noches,
todos suspiramos, cerramos los parpados
y dormimos, SOLITARIAMENTE.

Solo las sábanas conocen nuestra soledad
(la menos dolorosa, la más sencilla, la más frecuente
esa que a veces no duele)
Y si pudieran, llorarían sudor, lágrimas, semen y sangre
nos abrazarían mudas como todas las noches
                                                                          igual que siempre.

En la vida como en los sueños
no existen tumbas compartidas.



Alguien vendrá

                     Señor, tengo veinte años. También mis ojos tienen veinte años 
                     y sin embargo no dicen nada
                                                             Alejandra Pizarnik


                     Supongamos señor, que los hot-dogs son tema de tu predilección.
                     Que tu deseo de mí es parte obscena de tu personalidad
                                                                                                Miyó Vestrini


Señor,
tanto dice tu silencio,
tanto ignora mi mirada.
Todo lo que soy es lo que no ha podido tu palabra.

Colócate en mis zapatos,
ponte en mis jeans, te presto mi mirada.
Yo quisiera creer, ciegamente,
como los enamorados:
cosidos los ojos, desnuda el alma.

Señor, temblor de manos y de labios,
y de los otros su temblor en mi alma.
Sed que no cesa,
como si de arena fuera mi garganta.
Pero es tanto lo que quiero decir,
tanto lo que quiero hacer;
pero no me bastan, señor,
no me bastan ni mi boca ni mi piel,
ni mis nervios tan nerviosos,
ni estos ojos míos, como pozos infinitos,
siempre tan lluviosos, no me bastan;
me sobran: de mi ser esta sed,
de mi vida tanta vida, no me basta,
tanta herida que no se olvida.

Señor, ni este triste, hermoso mundo.
Tanto dice tu silencio.
Tanto ignora mi mirada.
Señor, tengo veinte años;
también mis ojos tienen veinte años y,
sin embargo, no dicen nada.
Mi vida es migaja cósmica en tu universal nada.
Yo no soy un hombre: apenas un pájaro,
un gusto adquirido, un gong de cristal.

Y afuera de ti, estamos todos:
nosotros, los asmáticos espirituales,
los bastardos, los huérfanos, los hambrientos, los sedientos;
los desaparecidos y perdidos, los rechazados y heridos.
Táchanos de tajo, te lo pido.
Por lo menos a mí, que me aburro y
me muero y me excito tanto:
de febrero a enero, domingos a domingos:
en las calles, en la barra, en las terrazas.
O miénteme (porque si vas a actuar de mujer
hazlo correctamente), mátame de golpe.
Para emputar a los que conocí,
porque no quiero molestarlos más.


A los demás.                                           A nadie.
Tanto dice tu silencio.
Tanto ignora mi mirada.

También están mi madre y mi hermana,
que amo y odio y vuelvo a amar
y a odiar;
todas las muchachitas
con las que compartiré un gemido,
                                   un suspiro,
                                   esta sed y
                                   una almohada.

Supongamos, señor, que los hot-dogs son tema de tu predilección,
que tu deseo de mí es parte obscena de tu personalidad.
Toma entonces el cuerpo de la mujer
de mis deseos menos variables,
                             mi femme fatalle,
y déjame invitarte.
Despiértate conmigo:
fumaremos juntos la mañana que despunta
después de haber bebido el río Bravo en cervezas
la noche anterior y
cantado aquella canción
que nadie, sino los borrachos
                 inconsolables cantan
(con lágrimas y mocos en la cara,
poco antes de hacer el amor
esa misma mañana,
sin fuerzas en los huesos
pero con ganas en las ganas)
y verás junto a mí
la tristeza que significa sentir
que la noche no llega y
las horas pasan.
Porque pasan, te lo juro; pasan.
Dame, señor, el descanso eterno y
te prometo no cagarme de la risa.
O concédeme por el tiempo que sigo vivo
una memoria fresca, rencorosa,
como la que mi pueblo jamás tuvo
ni tendrá nunca.
Porque necesito recordar, necesito existir,
aquí, donde la patria debiera ser memoria.
y mi memoria es como un batir de alas
de palomas en la plaza.

Algo que me revele algo.
Una rata asomada desde una alcantarilla
que me guiña un ojo para decirme que
alguien vendrá.
Una mujer, un golpe, una sed saciada,
una moneda, una palabra.
Tanto callas silencio.
Tanto ignoras mirada.

Jefferson Mejía
Bogotá



   
















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