Carolina Cárdenas Jiménez
Escritora Colombiana.
Especialista de Creación Narrativa de la Universidad Central. Licenciada en
Humanidades y Lengua Castellana de la Universidad Distrital. Egresada del
Diplomado de Escritores de la Universidad Central (TEUC) en el año 2006 gracias
a una beca que ganó. Experiencia como directora y editora de la revista
literaria “Gavia” de la Universidad Distrital, la cual fundó en el año
2005. Ha publicado su obra en revistas
universitarias. Ganó el segundo puesto de cuento (2006) de Estímulos a la Creación
Artística de la localidad de Kennedy con el libro Parajes inesperados. Publicó el cuento Un desconocido en la
antología de cuento Cenizas en el andén
(2009). Ganó el segundo puesto en el II Concurso Nacional de cuento El Túnel y
cámara de comercio Montería (2011) con el texto A la deriva. El poema La
danza de las moscas fue seleccionado para ser publicado en la antología
realizada por el taller de poesía del Colegio Gimnasio Moderno en el 2012.
Quedó entre los veintidós finalistas de Cuento del Concurso Nacional de Cuento
La Cueva con el texto Mañana será otro
día. Publicó Somos náufragos (2013). Sus cuentos han sido publicados por El Espectador. Pintora desde hace doce años. Entre
sus técnicas más usadas se encuentra el acrílico, el pastel, el carboncillo y
la tinta. Sus dibujos han servido para ilustrar algunos de sus cuentos. Ha
expuesto en salones de fundaciones culturales. Libros inéditos Cuentos de hambre y nada, Instantes, La vida es un baile y las novelas Un encuentro de amor en la pintura y La tempestad.
Ha participado en diversos Encuentros de Escritores, que se han dado en Tabio, Facatativá,
Venezuela, Bogotá y La Habana.
Ha participado en diversos Encuentros de Escritores, que se han dado en Tabio, Facatativá,
Venezuela, Bogotá y La Habana.
http://carolinacardenasescritora.blogspot.com/p/resena.html
http://correctaescritura.blogspot.com/
POEMAS DE CAROLINA CÁRDENAS JIMENEZ
La danza de las moscas
En el jardín
la infancia perdida columpia sus temores,
golpea con desfallecido aliento
telarañas del olvido
y tripulantes recurrentes del espacio.
Las moscas desvanecen recuerdos,
los mudan en muertas raíces,
cubren los sueños de
un vendaval deshojador.
La infancia perdida,
soporta el zumbido
persistente de las moscas,
tira su última carta:
juegos circulares, secretos prohibidos
golpe de mariposas innombrables.
El devenir,
asesino de tardes luminosas,
se posa en los párpados,
en el espíritu
de los niños recordados
que luchan contra el peso del tiempo.
Sin poder huir,
viajan y se marchitan,
cuando son memoria y pronto olvido.
De el Taller de Poesía del Gimnasio Moderno
La Misteriosa Poesía
2012
Carolina Cárdenas Jimenez
Bogotá
AL
FINAL DEL CAMINO
Cruza
las puertas del hospital como si estuviera escapando de un mal presagio.
Recuerda que antes de enterarse de la fatídica noticia su vida era tranquila y
levitaba como una pluma. Una mujer al verlo, abraza con desconfianza a su
pequeño y se aleja. Una anciana grita: ¡Dios mío! Y se santigua. Un señor que
se encuentra en los últimos puestos de la fila se pregunta: ¿qué le habrá
pasado? Él no escucha lo que han
murmurado. Sigue el pasillo con sus pasos de gacela perseguida. Se acerca a la
ventanilla de la recepción. La mujer detrás del vidrio sin comprender qué le
ocurrió al hombre, no musita palabra. Diego dice venir de muy lejos, Manila, y
estar agotado. Desviando la mirada, observa sus zapatos manchados de barro, la
chaqueta roída que cuelga de su cuerpo parece anunciar: mis ilusiones han sido
enterradas. Piensa en que su piel se desvanecerá hasta convertirse en polvo.
La
recepcionista recuperando el aliento lo interroga: ¿Señor, qué le ha ocurrido?
¿Por qué tiene sangre? Diego, con aire de tranquilidad, le explica que se
encuentra bien, que lo importante es salvarle la vida a su hermano porque lo
han desahuciado. Que solamente lo tiene a él, por eso debe encontrar el médico
encargado antes de que sea muy tarde. Tocándose la barbilla nerviosamente le pide
ayuda. Antes de que Diego siga hablando, la recepcionista le indica donde
sentarse para tranquilizarlo. Ella hace varias llamadas para comunicarse con la
enfermera jefe. Él permanece enmudecido, mirándose hacia adentro. El mundo
podría romperse en mil pedazos y no se daría cuenta. La mujer está a su lado,
pero no la ha sentido llegar. “Señor Diego, en el tercer piso, en el
consultorio trescientos catorce se encuentra el médico Ruiz, encargado de ese
caso. Sobre sus heridas, le recomiendo que se acerque a urgencias para que lo
atiendan”. “Muchas gracias, pero me siento bien”.
Se
levanta y se aleja sin mirar hacia atrás. Al primer llamado a la puerta, el
médico le abre y lo hace pasar con un gesto de preocupación. “siéntese por
favor, ¿usted se siente bien? Sus heridas me preocupan”. “No se preocupe. Estoy
bien”. El médico observa aterrado el rostro de Diego. “Tiene conocimiento del
estado crítico de su hermano. Él es prácticamente un vegetal, lo que
científicamente se llama muerte cerebral. Tendría que ocurrir un milagro para
que volviera en sí. Entiende”. “Comprendo lo que me dice, pero podríamos darle
una última oportunidad para que se despierte. Mire… seguramente pensara que
estoy loco, pero algo que no puedo explicar me dice que abrirá de nuevo los ojos.
Por favor, ayúdelo, no tengo a nadie más, es mi única familia” “Señor Diego,
entiendo lo que siente. Vamos a esperar una semana más, si así usted lo desea,
pero comprenda que las directivas del hospital consideran innecesario que el
tiempo se prolongue más”. “Gracias, no sabe cuánto se lo agradezco”.
El
médico Ruiz levantándose de la silla le pregunta: “Dígame, ¿qué le ha pasado?”
“Nada, estoy bien, son sólo unos moretones porque me caí y la sangre, usted
sabe que la sangre es escandalosa”. “Espero que eso sea así. Sígame”. Al
finalizar el pasillo llegan a la habitación. “Puede entrar y acompañarlo el
tiempo que crea necesario. La enfermera lo ayudará en todo”. “Gracias de
nuevo”. “Una última cosa, mándese a examinar”. “No, mi obligación es estar al lado
de mi hermano. Además, ya le dije que no es necesario. Estoy bien”. “Mire, si
presenta algún dolor hágaselo saber a la enfermera. No voy a seguir
insistiéndole”.
Las
horas pasan y Diego no se aparta del lado de su hermano, a pesar de que una
punzada aguda se ha detenido en su abdomen. Sin separarse de él, le cuenta a
media voz trivialidades como: la pérdida de cabello me fastidia y adoro Manila.
La desolación se ha empezado a esparcir por la habitación. De pronto, su
hermano mueve una de sus manos. Diego, inmóvil, lo mira sin creer lo que está
viendo. Un dolor más agudo no le permite moverse, sin embargo, sonríe porque su
hermano abre los párpados y le sostiene la mirada, al mismo tiempo sus ojos se
pierden en un camino sin regreso.
UN DESCONOCIDO
(Cuento
publicado en la antología Cenizas en el
andén, 2009)
Miró a su alrededor tratando de comprender dónde se encontraba. Cada una de
las cosas que lo rodeaban le era desconocida. Al ver la cama en la que había
dormido sintió temor y se arrinconó en una
esquina de la habitación. Se golpeó la cabeza una y otra vez, se jaló el pelo y
trató de recordar cómo se llamaba, por qué estaba allí y, lo más importante,
quién era.
Timbró el
teléfono y al querer levantar el auricular la mano no le respondió. No podía
creer que no hubiese sido capaz de hacer algo tan insignificante ¿Qué pasaba
con él? ¿Por qué no recordaba nada? ¿Por qué su cuerpo no había respondido?
Quería golpear el aparato, destruirlo, demostrarle quién mandaba. Se fijó que
en la pared, con algo que aparentaba ser tinta roja, estaba escrito el
fragmento de un texto:
…pues la enfermedad psíquica de Haller es –hoy lo
sé– no la quimera de un sólo individuo, sino la enfermedad del siglo mismo, la
neurosis de aquella generación a la que Haller pertenece, enfermedad de la cual
no son atacadas sólo las personas débiles o inferiores, sino precisamente las
fuertes, las espirituales, las de más talento.
¿Quién escribió
eso? ¿Qué quería decir? Leyó y releyó tratando de comprender su significado,
aunque no entendía qué tendrían que ver aquellas palabras con él, con su no
recordarse a sí mismo. En el fondo sabía que no podía separarse de ellas, que
debía quedarse allí, porque tal vez en algún momento le mostrarían que no
comprendería nada de su vida. Así que se acostó al lado de la pared, hasta
olvidar la razón por la que estaba en ese lugar.
Al darse cuenta
de que quedándose ahí no iba a resolver nada, se levantó y se dirigió al primer
piso. Todo estaba cubierto de polvo e invadido de telarañas. No cabía duda de que eran las arañas las
nuevas inquilinas de aquel lugar. Al lado de una réplica del Saturno de
Goya, descubrió otro fragmento:
El lobo, toda la vida humana no es sino un tremendo
error, un aborto violento y desgraciado de la madre universal, un ensayo
horriblemente desafortunado de la naturaleza.
Aquella frase
no eran simples palabras, era una sentencia. ¿Acaso su vida era un error, algo
horrible de la naturaleza? Empezó a sentir miedo de sí mismo y pensó que había
escrito esto en algún momento para recordar, tal vez, quién era. Esta frase,
junto con la primera, le hizo creer que él era una equivocación, un engendro de
la naturaleza. Pensó en voz alta: «Seguro he olvidado lo pasado y lo que soy,
porque mi espíritu evita recordarlo… Es algo de lo cual tal vez es mejor
escapar… Tal vez estoy aquí encerrado en esta casa huyendo de lo que hice,
pero, ¿qué pude haber hecho para no recordar quién soy?… Es posible que… ¡No!
No puede ser…»
Una mosca
peluda y verdusca revoleteó a su alrededor. La espantó pero siguió volando como
si él nada pudiera hacer para que se alejara. Sintió la
necesidad de tomar un vaso de agua. Al llegar a la cocina se dio cuenta de que
había cientos de moscas, unas volando, otras en las baldosas blancas del piso y
sobre la comida descompuesta, también en el lavaplatos, la loza, la estufa y el
techo. Las moscas se movían por todos lados, y aunque trataba de espantarlas,
de echarlas con sus brazos, con sus gritos, seguían allí, como si nada. Al lado
de la basura vio algo que lo hizo retroceder… otro fragmento. Esta vez notó que
estaba escrito con sangre:
Nunca como en esta hora me parecía que me había hecho tanto daño la mera
causa de tener que vivir…
Estaba seguro
de que era su letra, las acarició con las yemas de sus dedos.
Si no estaba
herido, entonces ¿de quién era toda esa sangre? Aunque empezaba a recordar cuál
era su nombre, cuántos años tenía, los rostros de sus parientes más cercanos,
en qué había estado trabajando durante varios años y que los fragmentos de las
paredes los había leído antes en las novelas de Hermann Hesse, no le llegaba a
la mente el instante en que la casa había dejado de ser un lugar limpio y
cómodo para convertirse en un basurero, en una carnicería ¿Quién era el
responsable de todo ese desorden?, ¿acaso él, que en un estado de demencia
había asesinado a alguien? Recordó que nunca había sido violento ni agresivo
con nadie, que la única persona que lo visitaba era su madre cuando él cumplía
años, y que el hombre con el que tenía un romance desde hacía tiempo, jamás fue
a su casa porque, a pesar de sus ruegos, no lo había invitado. Aunque en sus
recuerdos muchas cosas habían empezado a esclarecerse, la más importante no:
quién era.
Golpearon a la
puerta bruscamente valiéndose de puños y palazos. Quiso abrir, pero una fuerza
incomprensible se lo impidió. Retrocedió unos
pasos, quedándose ensimismado. Empezó a creer que todo era un mal sueño y que
su situación se solucionaría al despertarse, pero si era así ¿por qué los
golpes en la puerta sonaban tan reales? Además, nada de lo que lo rodeaba
aparentaba ser falso. Los golpes no dejaron de sonar durante más de cuarenta
minutos, unas veces muy suave y otras con violenta desesperación. Escuchó la
voz de una mujer mayor, al otro lado, llamándolo por su nombre. No pudo abrir
ni pedir auxilio porque la voz no le salió. Lo último que la mujer dijo antes
de irse fue: «Sé que estás allí, porque te he escuchado llorar».
Cuando oyó
aquellas palabras no sabía si alegrarse o sentir miedo. Eso significaba que no
estaba soñando. Era posible que estuviera loco, que su realidad no fuera esa.
No recordaba haber llorado hacía muchos años. Sólo sabía que en el pasado
trabajaba en una oficina y que llevaba una vida cómoda y sin problemas. No
sabía en qué momento su casa, que recordaba limpia y organizada, se había
convertido en un muladar.
Caminando de
nuevo por la sala pensó que aquella voz le parecía conocida, de inmediato la
asoció con su madre. Pero ¿por qué había ido a buscarlo si sólo lo visitaba el
día de su cumpleaños? Su intuición le decía que hacía varios meses había
cumplido años. Se dio cuenta de que la desaparición de sus recuerdos se
remontaba a esa fecha.
Perturbado por
las manchas de sangre y la suciedad, decidió limpiar la casa. Se dirigió al
patio a buscar jabón, escoba y trapero. En un extremo de una pared vio otro
fragmento escrito con la misma sustancia de los anteriores y en el piso un
dedo. Leyó:
No tenemos una voluntad libre, aunque el párroco
haga como si así fuera.
¿De quién era
ese dedo? Se miró las manos: estaban bien. Recorrió la casa, temeroso por lo
que pudiese descubrir. Ahora no sólo la cocina estaba atestada de moscas, sino
toda la casa. Aunque esto era preocupante, sólo era cuestión de limpiar y
desaparecerían.
Miró hacía el
cuarto de ropas y fue consciente de que era el único lugar que le faltaba por
revisar. La puerta estaba entrecerrada. La misma fuerza de antes le impidió
entrar. Esta fuerza no estaba fuera de él, sino en su interior. Al mirar con
atención descubrió una mano mutilada, un cuerpo, cubierto de moscas… Por fin,
después de tanto luchar contra sí mismo y sus demonios traspasó la puerta. No
era una pesadilla, había un cadáver en su casa. Sobre el piso, junto al cuerpo,
un último fragmento:
Los suicidas
se nos ofrecen como los atacados del sentimiento de la individualidad.
Al reconocerse
en aquellos despojos, se dejó caer al lado de ese que ya no era su cuerpo.
Permitió que las moscas volaran sobre él, tocó sin asco aquella piel y
comprendió de qué se trataba todo.
Carolina Cárdenas
Bogotá
No hay comentarios:
Publicar un comentario